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Cuaderno de bitácora

Cuaderno de bitácora

Por Sonsoles Sánchez-Reyes Peñamaria

El ejército de las 3.000 piedras


 

Una imagen muy extendida en la cultura popular es la del personaje de cómic Obélix, obra de Goscinny y Uderzo, que suele portar a su espalda un menhir, es decir, una piedra alargada que se coloca verticalmente en el suelo. Pero no es mérito de este insobornable galo, pesadilla de los conquistadores romanos, haber erigido esas ancestrales piedras, pues su surgimiento se hunde en las profundidades de la historia y pueden datarse varios milenios antes de la época por la que transitaron Astérix y sus compañeros.

Una de las concentraciones de menhires más amplia y extraordinaria del mundo se encuentra en el pintoresco pueblo de Carnac, al sur de Morbihan, en la Bretaña francesa, en un departamento que puede jactarse de contar con 546 yacimientos megalíticos en 27 municipios. De todos ellos, las alineaciones de Carnac son únicas, al estar formadas por casi 3.000 menhires dispuestos a lo largo de 4 km, aunque se cree que originalmente habrían podido ser 10.000, distribuidos en el doble de esa superficie. Fueron erigidos en el Neolítico, entre 5.000 y 3.000 años antes de nuestra era (anteriores en un milenio al archiconocido monumento de Stonhenge, en el Reino Unido). Su denominación de "alineación" se debe a su colocación en larguísimas hileras, que llegan a superar los mil metros, flanqueadas, a ambos lados, por círculos pétreos o crómlech. Las líneas no son rectas, serpentean y separan la costa del interior, como una frontera.

Las alineaciones de Carnac, en la bahía de Quiberon, se dividen en tres campos megalíticos, que reciben los nombres respectivos de Le Ménec, Kermario y Kerlescan. Le Menec consta de 1099 menhires aderezados en once filas, de 100 metros de ancho y 1200 de largo, con la particularidad de estar ordenados de mayor a menor altura. Kermario se aproxima a los 1000, que sobresalen por su imponente altura, hasta 7 metros.  Kerlescan, a su vez, congrega 600. Junto a ellos, destacan el Túmulo de Saint-Michel y el Gigante de Manio. El primero, de hace 6700 años, es un enorme montículo de 12 metros de altura, cubierto de hierba, que se eleva sobre Carnac, y puede considerarse el túmulo funerario más grande de la Europa continental. En su interior se hallaron hachas de piedra pulida y objetos procedentes de Italia y España, y en la Edad Media se instaló una capilla sobre él, bajo la advocación de San Miguel. Debido a la acidez corrosiva del suelo, se han hallado pocos objetos en Carnac fuera de las tumbas. Y el Gigante de Manio es un menhir de 6,5 m de altura, que se complementa a pocos metros con el llamado 'Cuadrilátero del Manio': unas pequeñas piedras a ras del suelo formando un rectángulo, que señalan probablemente la ubicación de un enterramiento de idéntico período.

Esas estructuras tan singulares han fascinado siempre al ser humano, lo que ha permitido que se hayan preservado hasta nuestros días y podamos disfrutar de ellas. Varias teorías han tratado de interpretar la función de esos millares de monolitos alineados, aunque ninguna está ampliamente aceptada entre arqueólogos y prehistoriadores, lo que deja abierta la puerta a ulteriores explicaciones. La más antigua es la del escritor francés Jacques Cambry, que en el siglo XVIII planteó que el espacio fue una especie de observatorio astronómico usado por los druidas o sacerdotes celtas, aunque queda refutada por el hecho de que en las fechas en que se diseñó este complejo de monumentos megalíticos la cultura druídica aún no existía, pues su referencia más antigua data del 200 a.C.

En la década de los 70 del pasado siglo se sugirió que estos alineamientos guardan relación con eventos astronómicos como solsticios o equinoccios. Los megalitos se corresponderían, por su disposición, con las fases lunares. El Gigante de Manio facilitaría calcular la posición de las estrellas y los menhires podrían haber sido colocados de tal manera que posibilitaran estudiar el cielo, siendo un mastodóntico observatorio astronómico de varios kilómetros de longitud. Al menos, cierto es que las piedras verticales sirvieron como puntos de referencia visuales para los marineros que navegaban cerca de la costa. Asimismo, habrían proporcionado un calendario gigante que aportase información sobre los ciclos de las labores agrícolas.

Otras hipótesis, a caballo entre la realidad y la imaginación, afirmaron que los menhires eran balizas para el vuelo y aterrizaje de naves espaciales, restos de la devastación del diluvio universal o fósiles de una gigantesca serpiente que poblaba esa zona hace millones de años.

Muchas leyendas tratan de esclarecer de forma mítica el establecimiento de las piedras, bajo las que quedarían tesoros escondidos, aunque quienes intentasen buscarlos encontrarían la muerte. Una de las historias más célebres y replicadas es la de San Cornelio, un papa de Roma del siglo III. Esta narración sostiene que, condenado por su fe cristiana por un emperador romano, el pontífice abandonó la ciudad eterna con dos bueyes que transportaban su equipaje y le servían de montura cuando se sentía desfallecer. Huyendo de un destacamento de miles de soldados romanos a través de la Galia hacia el oeste, alcanzó Carnac, donde en lo alto de una colina se vio atrapado entre el océano y sus perseguidores. Al girarse en dirección a ellos, alzó la mano hacia el cielo, y transformó milagrosamente al ejército imperial en piedras. En el área se edificó una iglesia en su honor y se denominó 'Soldados de San Cornelio' a las largas retahílas de menhires. Se dice que en los días de tormenta sus almas rondan el emplazamiento, y que en Nochebuena, a medianoche, van a beber de los arroyos cercanos y aplastan a quien se cruce en su camino. Los menhires aislados y alejados de las series propiamente dichas serían, de este modo, soldados que se pararon y quedaron petrificados allí donde estaban. Uno se habría rezagado en el pueblo de Kerlann, bebiendo sidra dulce en una granja. Un relato con elementos atractivos de folklore, pero totalmente anacrónico, pues los menhires son varios milenios anteriores al imperio romano.

Otra legendaria fábula cuenta que unos seres llamados kérions o korrigans, pequeñas criaturas comparables a los elfos, pululaban por páramos y bosques, frecuentando manantiales y fuentes. Con fuerza extraordinaria, habrían movido las rocas, componiendo las alineaciones. En cuevas, túmulos o dólmenes, formaban un círculo para bailar al anochecer. A los mortales que los perturbaban, les planteaban exigentes desafíos que, de no superar, les conducían al infierno o a una reclusión subterránea a perpetuidad. 

Fuera del reino de la tradición oral, se baraja actualmente como más probable que la finalidad de estas familias de menhires estuviera ligada a las creencias o religión de los primigenios habitantes de la zona, quizá vinculadas con cultos telúricos, a las fuerzas de la naturaleza. Tendrían una función sagrada y funeraria, de veneración de los difuntos. 

Estos alineamientos fueron ideados por comunidades sedentarias que vivían en grandes casas de madera y barro, criaban ganado y se dedicaban a la agricultura. En algunos puntos, pudieron cimentarse sobre un monumento previo. El aspecto del sitio hoy no es el que conocieron las tribus prehistóricas. Cuando se construyeron, el paisaje era abierto, sin los árboles que ahora dividen las secciones, y el mar habría estado más lejos. La mayor parte de las piedras se cayeron con el paso de los siglos. Ignoramos cuánto tiempo abarcó su construcción, si unos pocos meses o años, suponiendo que un gran número de personas participase en una obra perfectamente organizada, o decenas o cientos de años, si fueran el trabajo de un grupo humano más reducido, que habría añadido bloques a la configuración solo en ocasiones especiales. El resultado muestra un plan estructurado y perfectamente adaptado al relieve y topografía del lugar.  Los menhires varían en altura desde 0,5 m hasta los 6 m del Gigante de Manio, y pesan entre 5 y 10 toneladas. Impresiona que estos hombres primitivos fueran capaces de transportarlos y erigirlos.

En los tiempos modernos, al dedicar las parcelas al pastoreo, se levantaron muros de separación entre ellas. Afortunadamente, el terreno se utilizó poco como suelo agrícola. En la segunda mitad del siglo XIX se investigaron inicialmente los monumentos más grandes y sus tumbas. Se elaboraron planos que proporcionan valiosa evidencia de cómo era el monumento con anterioridad a las modificaciones sufridas en el siglo XX. Marcas de cantería muestran la reutilización de menhires como materiales para fabricar inmuebles o muros bajos en las proximidades.

Las primeras excavaciones rigurosas en Carnac se efectuaron en la década de 1870, impulsadas por el arqueólogo escocés James Miln, que se afincó en Carnac y durante años registró la posición y características de los monolitos. Su tarea fue continuada por su discípulo, Zacharie Le Rouzic, que, nacido en una familia humilde de Carnac, se había visto obligado a abandonar la escuela con 10 años. Pero Miln, consciente de su talento, lo inició en las excavaciones arqueológicas.

Le Rouzic comenzó a restaurar las piedras, enderezando y pintando en la base de las que se habían desplomado unos cuadrados rojizos. Marcar los bloques que izaba permitió distinguir las piedras manipuladas en ese momento de las demás. Tras la muerte de James Miln, Zacharie Le Rouzic fue ascendido, con 17 años, a conservador del museo que albergaba las colecciones arqueológicas de James Miln, inaugurado en 1882.

Las alineaciones serán clasificadas como Monumentos Históricos en 1889, y el Gigante y el Cuadrilátero en 1900. La mayor parte de los terrenos donde se localizan fueron adquiridos por el Estado francés. Esto contribuyó al desarrollo turístico de la zona en el siglo XX y convirtió a estos monumentos megalíticos en uno de los símbolos de Bretaña, de renombre internacional. 

En 1900, Le Rouzic comenzó la excavación del túmulo de Saint-Michel gracias a Charles Keller y mecenas estadounidenses, en campañas que se prolongaron por 6 años. Compró un terreno cerca del túmulo y asentó allí la casa familiar, a la que llamó Kerdolmen, más tarde trocada en el Hotel du Tumulus, que fue sucesivamente gestionado por sus descendientes, y actualmente se sitúa al frente su tataranieto, la cuarta generación. En 1920, Le Rouzic fue nombrado oficialmente conservador del museo de Carnac, al que legó, un sexenio más tarde, su colección de 3.000 piezas. Así, Zacharie Le Rouzic vio su nombre añadido al Museo James-Miln. Desde 1984, ha evolucionado a Museo de Prehistoria James Miln - Zacharie Le Rouzic, cuyos fondos cuentan con miles de objetos aparecidos en la zona.

Le Rouzic falleció en 1939, recién producido el estallido de la Segunda Guerra Mundial, y no llegó a ver las excavaciones realizadas por los ocupantes alemanes en Kerlescan y sus alrededores en 1941 y 1942.

El aumento exponencial de los visitantes a lo largo del siglo XX hizo surgir preocupación por la conservación del sitio. Así, entre 1991 y 1993 se tomó la medida de controlar el acceso, libre en invierno, cuando hay pocos turistas, y limitado a un cierto aforo en temporada alta, para proteger un paraje natural frágil y el mantenimiento en pie de las piedras. En 2003 se creó en el punto de partida de los yacimientos el Centro de Interpretación y Recepción de Visitantes llamado La Maison des Mégalithes.

Actualmente se está impulsando incluir en la Lista del Patrimonio Mundial de la UNESCO los alineamientos de Carnac, habiéndose comenzado un proceso que se confía culminar en el verano de 2025. 

Fotografías: Gabriela Torregrosa